Turismo – Viajes – La antesala de la Patagonia

Esta ciudad bañada por el río Negro ofrece un circuito de casas antiguas y cuevas de pioneros maragatos, y la historia de una batalla clave por la Independencia. Los matices de Viedma en la orilla opuesta y buena pesca.

La ancha boca del río Negro indica la puerta de entrada a la Patagonia por el norte. Mucho antes de desdoblarse en los matices del Neuquén y el Limay, acaricia suavemente las orillas de dos ciudades hermanadas. O, mejor, delimita las dos facetas bien diferenciadas de una misma comarca: a la derecha, Carmen de Patagones es un conglomerado de construcciones coloniales sometidas a los caprichos de calles que bajan serpenteando hacia la costa, impregnadas del aroma a jarilla. Del otro lado, salpicada por edificios imponentes y coloridos, Viedma se levanta moderna y luminosa.

Cada una de las mitades cuenta con atributos para agitar la curiosidad. Pero también el río hace su aporte. En el más profundo silencio, acerca nutrias y toninas desde el mar, que comparten el lecho azul con cisnes de cuello negro, patos, gallaretas, canoas y yates, y sólo se alborotan ante el intimidante paso de las lanchas de pasajeros. En los bordes, la bruma del amanecer se descorre, y del espeso manto de sauces afloran playas de arena, senderos, bancos y farolas. Son las piezas infaltables de una postal serena que suelen completar los vecinos reunidos en familia.

Huellas de pioneros

Más arriba, sobre la geografía escalonada que delinea las últimas imágenes de la provincia de Buenos Aires, Patagones empieza a exhibir trazos gruesos de su historia. En los resquicios que dejan las casas de adobe, techo a dos aguas, tejas musleras y ventanas enrejadas del siglo XVIII, los tamariscos tapizan la barranca y ocultan «4cuevas maragatas.

Estos cálidos refugios tiznados por las fogatas remiten a la epopeya del 22 de abril de 1779, cuando el pionero andaluz Francisco de Viedma y Narváez creó un pequeño fuerte sobre el terreno castigado sin piedad por el viento y abrevió los trámites para que se afincaran artesanos y agricultores maragatos de la provincia de León. Los adelantados españoles desembarcaron empujados por la promesa de tierras â??las había de sobraâ?? y viviendas dignas que, en cambio, no encontraron en todo el horizonte desolado. Tuvieron que arreglarse en cuevas de arenisca sedimentada, que cavaron a mano en los acantilados de la ribera.

Según consigna en El país de los vientos, en 1934 Roberto Arlt encontró en Patagones «grandes almacenes de ramos generales, depósitos de maderas, patios pavimentados de granito con torres de fardos de lana y agencias de navegación que se benefician en la orilla próspera». Allí se acopiaba la producción de sal, cueros, trigo, vinos y frutas de las chacras del Alto Valle, antes de ser despachada por mar. Pero hubo imprevisión y la naturaleza puso límites. Esa urbanización pujante que sorprendió al escritor fue frenada por una barrera de arena, que, posada desafiante en la desembocadura, impedía navegar cada vez que el río bajaba. El Patagonia fue el último barco que consiguió zarpar de Patagones en 1943. Desde entonces, el muelle â??que ahora sólo admite pequeñas barcazasâ?? pasó a ser una inmejorable plataforma para los pescadores de cazón.

Acostumbrados a hacer frente a las adversidades en soledad en esta franja de tierra apretada por el mar y el incipiente desierto de la Patagonia, los maragatos (así pasaron a ser conocidos todos los pobladores de Carmen de Patagones) fueron acosados por la flota del Imperio de Brasil en 1827 y se vieron obligados a defender sus tierras a los cañonazos y en una sangrienta contienda cuerpo a cuerpo. Cada 7 de marzo, los viedmenses cruzan el río Negro por un puente de hierro, para unirse a sus vecinos de la otra orilla en la fiesta de artesanos, folcloristas y eximios asadores, que recuerda la batalla librada sobre el Cerro de la Caballada.

Cruzando el charco

Los maragatos devuelven seguido la atención. Por las calles amplias de Viedma saben encontrar los mejores restaurantes, llegar hasta el Museo Gardeliano y volcarse a los rincones más agrestes de la Costanera. De paso, espían las imponentes torres de su iglesia parroquial, que asoman bien en lo alto, río por medio. El Negro, que los tehuelches y mapuches llamaban Curruleuvú («río de sauces») va en busca del mar, flanqueado por una línea de álamos, sauces llorones y mimbres. A 30 km de Viedma, la ruta que imita los vaivenes del río atraviesa un puñado de chalés de fin de semana y chacras manzaneras y perfora un pajonal amarillo de rúcula silvestre. El festival cromático anticipa el perfil del balneario El Cóndor, dominado por una impecable panorámica de la playa, el mar turquesa planchado y la mancha blanca del faro Río Negro, entregado a guiar a los barcos desde 1887 (es el más antiguo de la Patagonia).

El viento se torna brisa y la comarca se somete a la autoridad de cormoranes, petreles y loros barranqueros. Los visitantes, sumidos en la atmósfera de silencio y perfumes naturales, observan sin ánimo de perturbar.

http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2005/06/05/v-00211.htm

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